jueves, 25 de junio de 2009

DE TORTUGAS Y DESCUIDOS

“Manuelita vivía en Pehuajó
Pero un día se marchó
Nadie supo bien por qué
A París ella se fue
Un poquito caminando
Y otro poquitito a pie…”

………………………..

“Manuelita, la tortuga”
Canción infantil letra y música de María Elena Walsh


En mi país todas las tortugas se llaman Manuelita gracias a la canción de María Elena, que se ha cantado en todos los jardines de infantes durante los últimos cuarenta años.

Y nosotros en casa, también supimos tener una Manuelita. Una pequeña tortuga que debimos al temperamento “perseverante” de Mercedes, mi hija mayor.

Mi muchacha fue, es y será “bichera”. Y fue, es y será, digamos… ¿tenaz? Por no recurrir a sinónimos un tanto más “contundentes”, que puedan calificar su insistencia agotadora.

La niña comenzó a pedir un gato casi con su primera frase completa, y yo, al mismo tiempo, a pensar mil y una formas de evitar la presencia de un felino en casa, ya que a mí me sucede al contrario que a la mayoría de la gente. Vamos, que para animales, prefiero los humanos. Cuadrúpedos, alados o rastreros, pero humanos.
En cambio, ella imploraba por un animalito, una compañía con bigotes que no fuera ni tía ni abuela ni madrina. Un cuadrúpedo pequeño peludo y suave como Platero pero maullante. Y yo, su madre, que no, que los gatos arruinan los tapizados, que hacen olor, que hay que castrarlos…¡Mejor, una tortuga!

Así llegó Manuela a casa pero dije mal cuando expresé “supimos tener”. La verdad verdadera es que no supimos. No supimos para nada porque la pobre quelonia duró pocos días viva entre nosotros.

No crean los lectores que pretendo emular al presidente Obama, pero estoy muy preocupada en el caso de que esta crónica llegue a oídos de Green Peace porque no sé que opinarán ustedes con respecto al mandatario norteamericano y su gesto de exterminio de la molesta mosquita que volaba en su torno durante una entrevista televisiva, pero si esa acción determinó la condena por parte de algunas sociedades protectoras de insectos, no quiero pensar qué me ocurrirá cuando relate, en forma pública, el triste destino de Manuelita por mi culpa por mi culpa por mi grandísima culpa.

La tal tortuga anduvo muy oronda por todas partes en nuestra casa hasta que llegó el invierno, y se embutió en su caparazón a dormir. (La verdad, no sé si fue por el frío o para no soportar más los deditos de mi hija que le daban guerra a toda hora para demostrarle cuánto la quería).

Anduvo muy oronda, dije, hasta que cometí el involuntario “quelonicidio” por el que pido, desde ya, clemencia.

Un día de limpieza general puse por un momentito la caja de vidrio, que contenía a Manuela dormidita, en un estante, sobre la cocina de gas, con el objeto de despejar el piso y unas horas después, cuando acabé la faena y regresé a la habitación, me sorprendí enormemente al verla de pie, con la cabecita ladeada, como si fuera pleno verano.

¡Qué bien! Pensé. Manuelita ha salido de su letargo.

Craso error. Mejor dicho: ¡horror! al comprobar que la pobre tortuga había salido, pero sólo por haberse cocinado al calor de una hornalla que, involuntariamente, quien esto cuenta, había olvidado encendida durante varias horas. Y como el calor asciende…

¿Creen ustedes que esa puede ser la causa por la que nuestra gata Misha me mira siempre con desconfianza y yo, a mi vez, me niego rotundamente a veranear en las Islas Galápagos?

Cati Cobas

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