lunes, 15 de junio de 2009

LOS ANIMALES DOMÉSTICOS


Perros y gatos protagonizan por derecho propio este apartado en el que por extensión también hablaremos de canarios, periquitos, gallinas, pavos, tortugas, galápagos, ratones, ratas y hasta de un corderito precioso que, al ser sacrificado, me rompió el corazón.

El primer perro amigo que tuve en mi infancia se llamaba "Pinocho": un fox terrier de pelo duro con manchas negras sobre blanco y estilizada figura. Juguetón y zalamero, tuvo la gran desgracia de caer en la rabia y tras de ser tratado para curar su enfermedad, escapó de su clausura a la calle y, a diez metros de nuestra casa, fue sesgado en el cuello por una guadaña manejada por un labriego anónimo que casualmente pasaba por allí. La impresión que experimenté con aquel sucedido fue de una tremenda angustia y de un odio natural hacia aquel espontáneo ejecutor cuya figura aún se me dibuja, aunque de forma muy nebulosa, como la de un despiadado asesino.

No les acompañó mucho la suerte a los perros que tuvimos en casa; pues otro que sucedió a "Pinocho", aunque muchos años más tarde, llamado "Bolero", se envenenó con unos trozos de carne mezclados con estricnina y que estaban en un recóndito lugar (al pié del pozo de la casa de mi abuela María Jesús) esperando la visita de unas ratas que por allí merodeaban.

En la "Casabajo" también había perros, pero por ser de especiales razas dedicadas a la caza (galgos y podencos), siempre estaban recogidos en el último patio para que no incordiaran.

Los gatos por su especial modo de ser, egoístas y siempre buscando su comodidad, se convirtieron en mis enemigos acérrimos, transformándose así, en la transición de gatitos pequeños y juguetones, a la edad en que ya se ponían serios, recelosos y vigilantes.

Había dos gatos, uno negro y otro romano (listado de blanco y un marrón tenue), a los que le tenía la guerra declarada; y ellos lo sabían, puesto que al verme aparecer huían despavoridos buscando cobijo entre leñeras y rincones inaccesibles que se conocían a la perfección.

Sin embargo, en casa de mi abuela, siempre había un gatito que se prestaba a jugar tratando de alcanzar con sus zarpas, entre graciosos brincos y cómicas contorsiones, las bolitas de papel que amarradas a un hilo se le iban arrastrando por el suelo o pendulando en el aire. Cuando estos animales se encontraban a gusto solían frotar suavemente sus cuerpos entre mis pies, runruneando acompasadamente...

Otros seres vivos que se incluían en los latidos domésticos eran las aves de corral: gallos, gallinas, pavos y pollos (con infortunado destino estos dos últimos en los que sus más nefastos días coincidían casi siempre con los más celebrados (fiestas patronales, semana santa, ferias y navidades).

Eran excepcionales las pepitorias, los arroces en paella, los estofados (aquí la perdiz era la protagonista), que aquellos animales nos proporcionaban.

Siempre había un gallo, altivo y elegante, que por su función de galanteador se salvaba de "la quema".

Algunos canarios y periquitos aportaban sus trinos y colores al cotidiano vivir de la casa.

De vez en cuando, se detectaba la presencia de roedores (ratas y ratones) en las despensas bajas y en zonas poco frecuentadas en las que se almacenaban víveres para el consumo del año (granos, leguminosas, etc.). Para capturar a los ratones se empleaban ratoneras de alambre con un balancín interior que los apresaba en un compartimiento sin posible salida y en el que previamente se había colocado un cebo, por lo general de oloroso queso. Por cuanto a las ratas, había unos aparatos, no por toscos, ingeniosos, llamados "gatos de palo" hechos de madera en los que mediante un resorte interno –que la misma rata presionaba al entrar-, desplomaba una puertecilla con la que quedaba cerrada la prisión.

En la "Casabajo" en el jardín, era frecuente todos los veranos, encontrar entre los arriates una tortuga y algún galápago, con los que jugábamos a pesar del silencio y la pasividad en que se mantenían. Nos divertía el buscarlos por todo el jardín hasta que lográbamos localizarlos bajo el ramaje y la fronda de rosales y plantas,

Por último recordaré a aquel tierno corderillo, de blancas lanas y placentera mirada, una cabeza preciosa en la que destacaban sus bellos y negros ojos, que un buen día apareció en los patios de la casa (alguno de los regalos que destinaban a mi padre) y al que se le veía desorientado y emitiendo unos tristes y quejumbrosos balidos, tal vez llamando a su madre de la que lo separarían y la que nunca jamás podría volver a ver. No se cuantos días estuvo correteando por los patios; fueron unos cortos días, tal vez una semana, en los que poco a poco iba tomando confianza con nuestra compañía haciéndose cómplice de nuestros correteos y dejándose mansamente acariciar. Creo que incluso se le puso un plateado cascabel en una cinta verde o roja alrededor del cuello. Pero al final llegó su fatal destino y desapareció para la eternidad. Mi desconsuelo solo fue equiparable al que sufrí con la pérdida de mi perro amigo "Pinocho".
EGARZA

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