domingo, 14 de junio de 2009

El color de sus ojos


Ayer, cuando volví a casa, estabas afuera con tus amigos vagabundos, se te veía feliz, tal vez te contaban sus correrías con las callejeras, cuyas sombras sigilosas deambulan por las noches en la inmundicia de la ciudad. De inmediato, sin esperar un guiño o una acción de parte mía, emprediste el camino detrás de mis pasos enojados.

Tú también eres uno de ellos, hasta que me encontraste y yo te di mi amparo. Me fijaste con tus ojos verdes felinos, con ese aire aristocrático y elegancia innata, con tus mimos y caricias muy oportunas. Supongo que me has hecho un favor, ¿o fui yo quien te hice el favor, de aceptarte en mi casa y tú me has brindado compañía?

No escucho a la gente cuando me dice que estás conmigo porque te conviene, que te has acostumbrado a las comodidades, que es común en los de tu clase: no encapricharse con una como yo, sino de aquello que te puedo dar. Desde que me jubilé, esta casa ha sido muy grande para mí, mis vuelos como azafata se llevaron mis abriles, mis amores; nada se concretó porque me sentía dueña del cielo, del tiempo y no pensaba en nada que no fuera a realizar en cuestión de horas. No cultivé las rosas para mi otoño.

Me encuentro encerrada en mis puntos cardinales. Mi carácter y depresiones naufragan en las noches y mis antíguos sueños se esfumaron, como el vaho del pan recién horneado en días de invierno. Y tú, vienes y te vas cuando quieres, mientras, confiada pienso que siempre volverás, por cualquier motivo, me hago la ilusión de verte en tu sillón preferido, sentir tus ojos vigilándome mientras camino por la casa, dando cuidados a los objetos que la pueblan, en ellos está el rocío de mi frente.

A veces me enfado de muerte contigo, sobre todo, cuando te comportas de modo reprobable, dejas restos de comida o tus porquerías en cualquier parte, el desorden y el olor fétido infectan mis nervios, como mis deseos de tenerte. Recuerdo aquella vez que te di una paliza mortal, te quedaste tendido sin sentido, creí que habías muerto, en cambio, te alzaste y huíste despavorido ¡Perdóname!, todavía me duele mi salvaje reacción. La pagué cara, te perdiste por una semana. Pero volviste. Somos iguales, como quiera que sea, no podemos dejar de estar juntos.

Algunas noches de verano te escapas a hurtadillas por la ventana, ¿crees que no me doy cuenta?, ¿crees que duermo? Sola, siento miedo de mi misma, de las cosas que me vienen a la mente, entonces, cierro los ojos y te busco detrás de mis párpados, lagrimeo, sonrío tu ausencia, y con un poco de cansacio y paciencia, finalmente logro dormir.

Hoy es una de esas noches eternas, tú no estás, tampoco me puedo concentrar en una lectura. Siento un desasosiego enorme que me corta la respiración, sólo escucho un lamento plañidero, un maullido de una gata encelo encima de mi tejado. Estoy enloqueciendo, mi sexto sentido me dice que estás ahí con ella... Callejera y nocturna... Cuando regreses no te dejaré subir a mi cama, ¡sucio!
Quizás... después te perdone, cuando me mires con esos ojos tuyos verdes de gato y vengas con tu lamento de miau sumiso, rozando mis piernas, pidiéndome una caricia de perdón.
Alix desde Catania...

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